Tras la rebelión que condujo al derrocamiento y asesinato de Gadaffi, las recientes elecciones en Libia parecen marcar un rumbo definido. Sin embargo, con la Primavera Árabe aún viva en la región y con las potencias internacionales observando de cerca, el nuevo gobierno deberá enfrentar dilemas decisivos en su camino a la reconstrucción nacional
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El pasado 7 de julio se llevaron a cabo las primeras elecciones multipartidarias en Libia después de cincuenta años, en las que se eligió entre al menos 3500 candidatos para conformar una Asamblea Nacional que tendrá la misión de conformar al próximo gobierno libio. Acudieron a la cita cerca de 2.7 millones de electores, teniendo en cuenta que de la población de 6.5 millones de habitantes cerca del 60% en Libia está en condiciones de votar.
Los comicios se realizaron en un contexto internacional/regional marcado, en primer lugar, por el triunfo en Egipto del candidato de los Hermanos Musulmanes, Mohamed Mursi, y el comienzo de su gobierno en medio de una fuerte tensión con los grupos militares del país. El segundo hecho que circunda las elecciones libias es la situación en Siria y el debate que sigue en pie por la inacción de la comunidad internacional ante los hechos de violencia y las matanzas que se están sucediendo en este país.
Estos dos hechos ponen sobre la mesa dos puntos de discusión sin duda importantes: en primera medida, la verdadera dimensión del vínculo entre democracia y mundo árabe y la incipiente aparición de democracias que pueden considerarse impuestas y/o tuteladas. En segundo lugar, la pregunta de hasta qué punto las intervenciones pueden ser justificadas bajo el paraguas del humanitarismo o, más aún, quién vela por la aplicación universal y no selectiva de este principio.
Pese al optimismo generalizado que reina por estos días entre los medios occidentales -sobre todo, aquellos pertenecientes a países que ya se frotan las manos pensando en los negocios de la reconstrucción post guerra en Libia- es importante realizar un análisis de algunos datos que no resultan ser de menor importancia a la hora de considerar los regímenes que emergen en la post-Primavera Árabe.
Muchos de los lectores recordarán a Jeane Kirkpatrick. Para quienes no tienen el agrado, Kirkpatrick fue una importante miembro del Partido Republicano norteamericano, más conocida por ser la mentora de la llamada "Doctrina Kirkpatrick" durante el gobierno de Ronald Reagan. Según esta doctrina, se distinguía entre gobiernos autoritarios y totalitarios, siendo estos últimos los más peligrosos al ser funcionales a la expansión soviética en el Tercer Mundo. De las dictaduras entonces se sostenía que sólo perseguía el objetivo de "educar" a la ciudadanía y por ende se podía disponer de ellas como elementos de contención del comunismo en las zonas de influencia occidentales.
Estos pensamientos fueron el justificativo en los años '80 del sostén de los Estados Unidos a dictaduras de corte anticomunista y el derrocamiento de gobiernos democráticos considerados una amenaza comunista, como fue el caso de Granada en 1983. Sin embargo, el espíritu de esta doctrina puede rastrearse más atrás en el tiempo, como fue el caso del golpe de Estado que destituyó a Salvador Allende en Chile.
Hay un elemento adicional interesante del pensamiento de Jeane Kirkpatrick que en general es menos conocido o divulgado: la funcionaria advertía acerca de los "expansive, expensive global project", definido como el interés de los gobiernos norteamericanos en promover la democracia en el mundo, incluso en países que carecían de las condiciones necesarias para ello, tales como el imperio de la ley, una elite gobernante comprometida con la democracia, un sentido de ciudadanía y un habito de confianza y cooperación en el seno de la sociedad, como mínimo.
Esta recomendación realizada por Kirkpatrick nos parece interesante ya que casos como el de Libia reflejan de modo cabal la colonialidad del saber/poder, el cual sigue primando en los principales círculos de poder mundial. En función de ella, se recurre una y otra vez a la imposición de modelos democráticos en países que poseen realidades mucho más complejas y divergentes que las realidades occidentales.
Con esto no queremos decir que las democracias no sean posibles en los países de la primavera árabe, ni tampoco queremos decir que los procesos democráticos en Egipto y Libia están destinados al fracaso. Simplemente consideramos que no resultan extraños los recientes sucesos acaecidos en Egipto o las escenas de violencia que rodearon los comicios en Libia. En cierta forma estos hechos dan cuenta de que una vez más asistimos a la imposición de formas de gobiernos que celebran las potencias externas y observan con esperanza las poblaciones nacionales de los países en cuestión, incluso sin estar dadas las condiciones para el desarrollo de estas formas de gobierno.
En el caso libio, particularmente subyacen cuestiones que -una vez conformado el nuevo gobierno- deberán encontrar respuesta para que Libia no se convierta en un enclave económico sumido en la miseria de su población. Por mencionar algunas: los choques entre las milicias armadas y las tribus que apoyaron a Gaddafi durante la guerra civil; los movimientos de refugiados que se incrementaron con la intervención occidental; la inexperiencia política de los futuros gobernantes y de la propia población libia; las rivalidades étnico-religiosas, la diversidad al interior de las fuerzas de coalición; la ausencia de un espíritu nacional y la primacía de los sentimientos étnicos, entre otras cuestiones.
Todo hace pensar que la Alianza de Fuerzas Nacionales liderada por Mahmoud Jibril se llevará el triunfo de las elecciones. La Asamblea resultante de los comicios tendrá la enorme tarea de elegir tanto a su presidente como al primer ministro, el cual formará un gobierno que reemplazará en sus funciones al gobierno interino del Consejo Nacional de Transición (CNT).
De confirmarse este triunfo, se esperan grandes cambios en Libia. Nadie sabe muy bien qué pasará con las luchas étnicas y sociales al interior de Libia, tampoco se conoce a ciencia cierta cómo planea este nuevo gobierno implantar la paz y con qué fuerzas lo podría hacer, teniendo en cuenta la existencia de milicias armadas que se niegan a desarmarse. Tampoco se conoce cómo se frenará el baño de sangre que muchos libios están haciendo sobre los miembros de la tribu Warfalla –de la cual Gaddafi era miembro– y cómo impedirá el nuevo gobierno la matanza indiscriminada de ellos, incluso de quienes nunca fueron partidarios del gobierno del "Rey de Reyes".
Por el contrario, la mayor parte de las certezas sobre el futuro libio asoman por el lado económico, algo que se preveía desde antes de la muerte de Gaddafi, ya que la primera preocupación del CNT fue la reanudación de la producción petrolera a los mismos niveles de antes del estallido de la guerra civil.
Mahmoud Jibril se formó académicamente en los Estados Unidos durante la década del ochenta y es considerado un funcionario de origen secular y liberal, lo cual resulta interesante para el análisis y oportuno para los intereses económicos foráneos. Al igual que el caso de los nuevos líderes que rondan la escena política egipcia, Jibril no abre un capítulo nuevo en la elite gobernante libia, sino que refleja, por expresarlo de alguna manera, la "renovación" de las caras visibles.
Desde el año 2007 hasta el 2011 Jibril sirvió al régimen de Gaddafi como principal autoridad del Consejo Nacional de Planificación de Libia y de la Junta Nacional de Desarrollo Económico de Libia. Otro dato de color es que fue protegido personal de Saif al-Islam Gaddafi –segundo hijo del líder libio y quien se creía iba sucederlo en el poder– y de la mano de él promovió políticas de liberalización y privatización en el país. Era la figura de Gaddafi quien oponía resistencia a la no participación del Estado en parte de las ganancias y regalías petroleras de las empresas privadas en el país.
Este antecedente es interesante porque explica en parte las expectativas y las esperanzas que Occidente pone sobre el futuro político – y de la mano de él, el futuro económico– libio. Detrás y después de unas elecciones complicadas por la violencia, los grupos inversores europeos, sobre todo británicos, ya se frotan las manos pensando en los negocios de la reconstrucción libia y lo que algunos creen un inminente boom del rubro de la construcción.
Ya se han comenzado a oír promesas a futuro como "podemos ser la nueva Dubai". Esta afirmación marca claramente hacia dónde apunta el futuro económico de Libia en el ideario occidental, en el ideario de algunos grupos económicos libios y hacia dónde podría llegar de la mano de un gobierno encabezado por Jibril.
Desde su llegada al poder, Gaddafi intentó diferenciarse sobremanera de su antecesor, Idris I, y esto implicó el distanciamiento de los grupos privados occidentales, dar al Estado un mayor protagonismo en la dirección de los destinos libios y al pueblo una mayor participación en los beneficios económicos de la industria del petróleo.
Dicen que la historia se repite dos veces, una vez como tragedia y otra como farsa. La tragedia de la monarquía de Idris I se centró en la virtual entrega de las riquezas del país en manos occidentales, la inexistencia de políticas de desarrollo universales y la incapacidad para leer en forma adecuada las necesidades del país. Esperemos que no se repita otra vez esta historia y que los nuevos planes económicos del país no dejen de lado las virtudes de lo que fue el modelo jamahirí, como por ejemplo las metas del autoabastecimiento y el desarrollo de los sectores productivos no petroleros, como el agrícola.
(*) Licenciada en Relaciones Internacionales. Analista Interncional de la Fundación para la Integración Federal
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