El pecado original
Ante los desencantos de las experiencias políticas, se suele apelar a la existencia del pecado original que le dio vida en sus orígenes. Es difícil, por no decir imposible, desligar el triunfo de Jair Bolsonaro en las elecciones de octubre de 2018 sin hacer referencia a la proscripción del favorito a ganar la presidencia de Brasil, el ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva.
Las últimas pruebas reveladas en la revista The Intercept Brasil por el periodista norteamericano Glenn Greenwald y su equipo, expusieron, entre otras cosas, la ilegalidad del proceso judicial contra Lula y la arbitrariedad del ‘bozal legal’ para evitar la transferencia de votos hacia Fernando Haddad.
Éste último punto fue un golpe más al Estado de derecho en Brasil, tambaleante ya desde hace un tiempo, con el controversial impeachment contra Dilma Rousseff, y con la sangrienta campaña electoral marcada por el tiroteo a la caravana de Lula en Paraná, el asesinato de Marielle Franco en Rio, el atentado contra Bolsonaro en Juiz de Fora y la militarización de grandes ciudades, con Rio de Janeiro como símbolo de esta política represiva, ya iniciada durante el interregno de Michel Temer.
La mega causa Lava Jato, que implicó la hiperjudicialización de la política, golpeó a la totalidad de la clase dirigente tradicional brasileña. El principal cometido de este proceso era desplazar al PT del Planalto y luego impedir a toda costa su regreso. Pero como daño colateral, también echó por tierra las posibilidades del establishment de colocar en el poder a la derecha tradicional, cuyo candidato más amigable era el ex gobernador de San Pablo, Geraldo Alckmin, del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) del ex presidente Fernando Enrique Cardoso. Las trabas de esta derecha tradicional de conseguir la presidencia inclinó la balanza para que un outsider, conocido pura y exclusivamente por la polémica que desataban sus inescrupulosas declaraciones, acceda a la más alta magistratura del país más grande e importante de América Latina. El poder factico brasileño optó por el mal menor: era preferible Bolsonaro presidente antes que la vuelta del PT.
Neoconservadurismo y neoliberalismo: ¿primos segundos o hermanos mellizos?
Hace un tiempo que se debate en América Latina si la ola de gobiernos de derecha acaecida desde 2015 es neoliberal o neoconservadora. En consecuencia, por neoliberal se entiende el proyecto económico y social hegemónico durante la década de los 90, y que conlleva, entre otras cuestiones, la cesión del dictado de la política económica a las fuerzas del mercado, el avance de éste a expensas del Estado y el ajuste en políticas sociales. Por neoconservadurismo, entendemos al orden político – social conducido por los sectores tradicionales de poder, presentes en toda la geografía latinoamericana: los grandes latifundistas, las jerarquías religiosas y las Fuerzas Armadas, reconvirtiendo al Estado en mero vigilante protector de los intereses de estos sectores de poder.
Sin entrar en discusiones teóricas para encasillar a los proyectos políticos en una u otra categoría, lo que se puede dilucidar es una mixtura entre ambos procesos, dejando obsoleta la polarización anacrónica entre conservadores y liberales, propia del siglo XIX.
La asunción de Bolsonaro dejaba entrever que el conservadurismo tomaría las riendas del poder en Brasil. Apoyado en el poderoso bloque legislativo de las 3 B (la Biblia, la Bala, y el Buey), Bolsonaro encontraría en los sectores evangélicos, latifundistas y militaristas y lobbistas de armas su base de sustentación política para su gobierno. Pero además, lo que nunca estuvo en duda fue también la presencia de un proyecto económico neoliberal, ya que desde un primer momento trascendió que el economista de la Escuela de Chicago, Paulo Guedes, se haría cargo de la cartera económica de Brasil.
La reforma del régimen de pensiones, la intención de bloquear los fondos para las universidades federales, y algunas otras medidas, ilustran de manera gráfica cuales son los planes de Guedes para la economía de Brasil. El MERCOSUR no escapa a la lógica del superministro de economía: ya dejó entrever que buscará desligar a Brasil de negociar en bloque los acuerdos comerciales frente a terceros.
La batería de medidas neoliberales encuentra en Brasil obstáculos que son comunes a otros países de América Latina: si bien los gobiernos de la derecha continental pudieron acumular cierta legitimidad política apelando a la identificación de los gobiernos populares con la corrupción, las reformas en favor del mercado, y a expensas de los pueblos, son difíciles de impulsar debido a las reacciones sociales que conllevan. Solo con nombrar la salida de la pobreza de 50 millones de brasileños tras los gobiernos de Lula, basta para confirmar que volver a los postulados del Consenso de Washington no será una tarea tan sencilla como fue presentarse como paladines de la anticorrupción.
Auge efímero, caída sostenida y resquebrajamiento interno
Sin ser muy amigo de las encuestas a la hora de intentar realizar un análisis, uno se permite apoyarse en estos datos duros cuando todos muestran una misma tendencia. Los sondeos de opinión llevados a cabo al cumplimiento de los 100 primeros días de gobierno de Bolsonaro, coincidieron en que esta administración tuvo el record de caída de popularidad en ese corto periodo.
Bolsonaro, fiel a su estilo, apostó a socavar la tradición pragmática de la política exterior de Itamaraty colocando a la diplomacia brasileña en un lugar incómodo. El anuncio del reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel, sus dichos sobre el Holocausto, y la intención de convertirse en el representante sudamericano de la ‘internacional de la derecha’ de Donald Trump y Steve Bannon, entre otras cuestiones, implicaron que los burócratas de la poderosa cancillería brasileña comenzaran a desconfiar de las intenciones del presidente. En la misma sintonía discurre la delegación del diseño de la política exterior en manos de uno de sus hijos, Eduardo, tan inescrupuloso y polémico como su padre.
Como consecuencia de estos procesos, el país que ejerció un claro liderazgo continental impulsando diversas herramientas de concertación, no solo regionales como UNASUR, sino también globales como los BRICS, hoy se encuentra en la vanguardia de la ofensiva contra Venezuela y en el rol de gendarme regional de la estrategia hemisférica de los Estados Unidos.
En cuanto al plano interno, en 6 meses dejaron de ser parte del gobierno el Ministro de Educación, el Ministro de la Secretaría General de la Presidencia, la presidenta del Instituto del Medioambiente, el Secretario de Gobierno y el presidente del poderoso Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES).
Para agregar más complejidad al asunto, se le otorgó una importante cuota de poder a las Fuerzas Armadas. En este sentido, el que acumula poder dentro de la estructura de gobierno es el vicepresidente y representante del sector militarista, el general retirado Hamilton Mourão. No solo quebranta la autoridad del presidente estableciendo una agenda propia que muchas veces entra en abierta contradicción contra las directivas presidenciales, sino que en varias ocasiones y apoyado por las FFAA, ha desafiado el mando de Bolsonaro. Sus reuniones con Xi Jinping, por ejemplo, dejan entrever que busca cierta continuidad con el pragmatismo característico de la política exterior brasileña, en clara oposición con las acciones del presidente y sus hijos.
Desprestigio general e inmunidad castrense
Todos los sectores políticos en Brasil están sufriendo, desde hace tiempo, la caída de su prestigio a manos de la judicialización general de la política.
La mega causa Lava Jato golpeó duramente al PT, que no supo o no pudo proteger a Dilma Rousseff, y se vio impotente de contener el avance mediático – judicial contra Lula. La derrota de Haddad terminó de cerrar el círculo que el poder real de Brasil trazó para sacarse de encima al Partido de los Trabajadores. La derecha tradicional no es ajena a este proceso: sus candidatos tuvieron una flojísima performance en las últimas elecciones. Michel Temer, que se presentó como el salvador de la república, terminó detenido (aunque luego excarcelado) por los mismos cargos de corrupción que le endilgaron a Lula. Eduardo Cunha, el presidente de la Cámara de Diputados durante el gobierno de Dilma y arquitecto del impeachment contra la ex mandataria, se encuentra preso tras haber recibido una condena de 24 años de prisión por recibir sobornos.
El gobierno de Bolsonaro rápidamente está siendo arrastrado por esta ola de descrédito. Sus laxas y simplistas promesas de campaña basada en la difusión a diestra y siniestra de fake news y videos editados, chocaron con la realidad de un país entero en crisis y que desconfía de todo aquel que le pongan en frente. La conexión con los sicarios milicianos que asesinaron a Marielle Franco sumado a la ilegalidad y arbitrariedad del proceso contra Lula encabezado por Sergio Moro, golpearon fuertemente al presidente. Resulta contra fáctico pensar qué hubiese sucedido en otro país, si el presidente de la nación nombrase como ministro a un juez que encarceló al líder político más importante de la historia del país descansando en la ‘íntima convicción de culpabilidad’. Los últimos hechos, impulsan la probabilidad de revisar este proceso ilegal, que posibilitó que Bolsonaro llegue al poder gracias a la proscripción de Lula. Aunque es cierto que aún Bolsonaro mantiene con firmeza a Sergio Moro en su cargo.
Ni siquiera el empresariado es ajeno a este proceso. Las empresas líderes que emprendieron un potente proceso de internacionalización en la estrategia global del Brasil de Lula, se vieron envueltas en los escándalos de corrupción del Lava Jato. Odebrecht, OAS, Petrobras, Vale, Camargo Correa; todas estas son firmas que se expandieron por el globo y ahora se expanden, a través de sus cuadros ejecutivos, por los tribunales brasileños. La judicialización de la política también llegó al sector privado.
El Poder Judicial, con las revelaciones recientes sobre el ex juez Moro y los fiscales del Lava Jato, tampoco se encuentra a salvo. Esto da como resultado que, con elevadas cuotas de poder acumuladas en los últimos meses, el único actor que parece no caer en el desprestigio y la subsiguiente desconfianza de la población brasileña, son las Fuerzas Armadas.
La institucionalidad brasileña se encuentra en un estado de extrema fragilidad, y las acciones de Bolsonaro no ayudan a sortear esa delicada realidad. El bazar más grande e importante de Latinoamérica se encuentra hoy invadido por un elefante impredecible y difícil de controlar.
(*) Analista del Centro de Estudios Políticos Internacionales