La Primer Guerra Mundial fue un suceso único en la historia. Los europeos aún se consideraban los dueños del mundo y no estaban dispuestos a que nadie alterase el orden en que la geografía, la economía y la política estaban configuradas. Aún menos iban a tolerar que alguno de ellos mismos desafiara ese orden. Lo que no fueron capaces de ver es que aquel escenario en que vivían era una ficción atada con alambre y que las soluciones parciales que pudieran proporcionar con el objetivo de prevalecer, eran meramente circunstanciales, vagas, efímeras. Una llama había prendido sobre la hojarasca del otoño europeo y el incendio no fue comprendido hasta que el fuego le lamió las botas.
La Gran Guerra fue un juego de caprichosos acostumbrados a salirse con la suya. En algún punto un adulto responsable debió entrar a la habitación en que peleaban Guillermo II de Prusia, Alejandro II de Rusia, Jorge V de Inglaterra y José de Austria a dar un buen par de gritos y acabar con ello, después de todo varios de ellos eran primos. Sin embargo estos malcriados estaban acostumbrados a jugar a las batallitas en y por territorios ajenos y pensaron que no sufrirían las consecuencias. Se llevaron una gran sorpresa cuando la guerra se les fue de las manos.
El escenario posterior a semejante conflagración fue una reconfiguración de fronteras que permitió el surgimiento de las naciones que aclamaban por su autonomía. Europa y parte de Asia se partió en pequeños Estados, muchos de los cuales caerían bajo los Protectorados de Sociedad de Naciones, que en definitiva no era otra cosa que una colonización encubierta pues las potencias imperialistas poco hicieron por que estas jóvenes repúblicas consolidaran sus sistemas políticos. Se debe recordar que la mayoría de los conflictos que aún persisten en el Oriente Medio son resultado directo del Tratado Skykes-Picot de 1916 en que se fijaron los límites según la conveniencia de Francia e Inglaterra y no pensando en las diferencias étnicas y religiosas de una zona del mundo que no podían comprender. La soberbia los llevó a pensar que ellos sí podrían controlar lo que al enfermo de Europa –como fue conocido el Imperio Otomano desde tiempos inmemoriables- se le escapaba de las manos.
El presidente estadounidense Woodrow Wilson sonríe mientras encabeza la procesión que siguió al Tratado de Versalles / GETTY
Quizás la más importante reconfiguración política fue la revolución rusa en 1919 y el posterior surgimiento de la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas en 1922. El comunismo se materializaba por primera vez en la historia en la forma de la “dictadura del proletariado”. La URSS se recluyó a trabajar en su propia lucha intestina dejando a Europa de lado y puso en funcionamiento un aparato que se prolongaría a través de lo que resto del Siglo XX. Más su aislamiento fue provisional, pues tanto Lenin como Stalin estaban confiados en el devenir de la historia que acarrearía por sí mismo el triunfo del comunismo a nivel internacional. Ciertamente la URSS estaba llamada a protagonizar los eventos que dominaron el escenario mundial, luego de 1945 y hasta la caída del muro de Berlín.
En el orden bipolar el comunismo bailo el tango con los Estados Unidos. Juntos, pero a una distancia prudente, con recelos, con demasiados giros para marearse entre dimes y diretes y con un arma bajo la manga que podría destruirlo todo y a todos si no tenían cuidado.
Lloyd George, Orlando y Clémenceau y el presidente Wilson en la Conferencia de Paz de París, 1919
Estados Unidos, del otro lado del Atlántico, llegó tarde a la Primera Guerra pero se aseguró de estar a tiempo. Cumplió un rol fundamental como proveedor de la Entente aun sin participar directamente de la conflagración, pero su contribución para la victoria con contingentes armados fue decisiva. A pesar de los enormes esfuerzos bélicos, Estados Unidos no disfrutó de su victoria, tan pronto como logró su cometido se retiró fronteras adentro, dejando a los europeos la tarea de administrar los desmadres que ellos mismos habían propiciado. Los norteamericanos eran conocidos por sus tendencias aislacionistas, que triunfaron a pesar de los esfuerzos de su presidente de involucrar más a la naciente potencia en los asuntos internacionales. Sin embargo, debería apuntarse que la lectura wilsoniana sobre el papel que debía desarrollar Estados Unidos, era la más visionaria y, posiblemente, la más acertada. Su país ya no podía quedar ajeno a una realidad que se le hacía cada día más palpable, su retiro voluntario pudo sostenerse por poco tiempo. El poder real había cambiado de manos y desde 1940 en adelante el gigante americano no podría rehuir a sus responsabilidades.
El gran perdedor fue sin lugar a dudas Prusia. El recientemente creado Imperio confió demasiado en sus propias fuerzas. Movidos por amplias ambiciones estaban más que dispuestos a ofrecerles a quienes necesitaran una excusa, los cerillos con el que encender la llama que consumiría al viejo continente. Después de todo, Bismark les había enseñado cómo adueñarse de lo que buscaban siendo simples titiriteros de las voluntades ajenas, ¿no? Parece que la lección no la habían comprendido como ellos pensaban. Una guerra que debería haber terminado en un mes, según los cálculos de los políticos prusianos, duró cinco largos y devastadores años. Prusia se hizo cenizas y con él el Segundo Reich. El Emperador Guillermo II y su familia debieron huir y así terminó el relativamente corto camino de un imperio que parecía destinado a gobernar el continente.
Pero, cual ave Fénix, de las cenizas surgió un moderno Estado alemán. La primera República, constituida a los apurones, debió sufrir la pesada carga que le infringieron los vencedores. A pesar de todo el Tratado de Versalles no acabó con los alemanes, por el contrario, sirvió para el surgimiento del nacionalsocialismo. Hitler a la cabeza del movimiento, entendió mejor que nadie la densa bruma de sentimientos que recaía sobre Berlín y usó los puntos de Versalles para anularlos uno por uno. Los totalitarismos no dudaron en usar sus mejores cartas para doblegar a sus enemigos. El terror infundido dejó en claro cuál es el límite de la soberanía de los Estados, a pesar de que genocidios aún peores a los campos de concentración se continuaron sucediendo.
Gran Bretaña y Francia salieron duramente heridas, aunque como todo buen negador, no demostraron que estaban seriamente dañadas. Confiaron en que sus cuotas de poder seguían intactas e intentaron, en vano, recuperar el esplendor de antaño. Pero su momento había pasado, ya nada sería como antes y el devenir del siglo lo dejaría en claro. ¿Quién podría imaginar en 1919 que los imperios colonialistas más importantes se desmembrarían de esa manera? Pocos hubieran arriesgado semejante respuesta en 1946, más la realidad supera la ficción. La Primer Guerra Mundial marcó el declive de los imperios europeos, aunque aún se necesitaría tiempo para que la nueva configuración se materializara. Los leones perderían las uñas en los años venideros, pero no los dientes. Ambos se reconstruyeron, Gran Bretaña como socio esencial para Estados Unidos y Francia, en 1950, como pieza principal de la alianza de estabilidad y crecimiento franco-alemán.
El siglo XX vio aún muchos más cambios, una aceleración de los acontecimientos como nunca antes. La Gran Guerra marcó la saturación de un sistema que había regido por demasiado tiempo. El devenir de los acontecimientos desde entonces, fue inmanejable. Poco queda de aquella época. Una generación completa ha nacido y vivido fuera del terror de la destrucción total a causa de una posible guerra nuclear, una generación que tampoco vivió en tiempos de Guerra Fría, mundo bipolar, o de un comunismo que parecía destinado a conquistar el mundo. En cien años nuevas potencias reemplazaron a las antiguas e impusieron sus propias reglas, las mismas que hoy parecen ser desafiadas por nuevos actores en disputa del poder. Al parecer, lo único constante es el cambio mismo.
(*) Analista del Centro de Estudios Políticos Internacionales (CEPI)