El oficialismo gobernante parece moverse a sus anchas en ciertos espacios de poder económico. Las razones son sencillas: el “éxito” que supone una inflación del 3,5% para setiembre, el dólar planchado, la reducción de impuestos a los más ricos y un superávit fiscal construido sobre la base de recortar buena parte de ayuda social y las transferencias a las provincias son motivos de sobra para que un sector del empresariado aplauda, incluso cuando el insulto a los otros se hace de modo sistemático. Buen ejemplo de todo ello fue el encuentro anual del Coloquio de IDEA en Mar de Plata, donde un conjunto de CEOS y gerentes de empresas dieron un espaldarazo a la gestión mileista.
Pero hay otra parte de la realidad que el libertarismo no maneja (nunca lo logró) y que refiere a un universo que se agranda cotidianamente (como el goteo que horada la piedra) y es el que refiere a la calle, el cual tiene mucho de espacio simbólico en la Argentina y que en la última década la derecha encarnada en el PRO, supo compartir con los sectores populares.
No descubrimos nada nuevo si afirmamos que las disputas en el espacio público forma parte del ADN argento. Si bien existieron movilizaciones populares previas (revisar la Semana Trágica), la fecha icónica por excelencia es la del 17 de octubre. Por un sinfín de matices que han merecido ríos de tinta y toneladas de libros, aquella tarde noche de 1945, es pensada como el momento exacto en que la calle deviene en un espacio de legitimación social y política.
La relación que supo construir el peronismo con sus seguidores, los ataques “libertadores” a la Plaza de Mayo, las luchas obreras de los 60’, la supuesta insignificancia de un grupo de madres circulando por una plaza, la celebración de la recuperación de Malvinas, la vuelta de la democracia y sus peligros, los triunfos electorales, los piquetes nacidos para ganar visibilidad al compás de un país que se desarmaba a finales de los 90’, la tragedia de 2001, los cacerolazos, el pedido de justicia por el asesinato de Axel Blumberg, la disputa por la 125, la leyes de Servicios Audiovisuales y de Matrimonio Igualitario, las celebraciones por el Bicentenario, la muerte del fiscal Alberto Nisman, las movilizaciones de cada 24 de marzo, el Ni una Menos y las disputas por las condenas del 2x1; son todos pequeños - grandes hitos que están marcados a fuego en el inconsciente colectivo y que supieron moldear la vida comunitaria.
Ese lugar, la calle, toma hoy nueva visibilidad, con nuevos actores en cuanto a los nombres propios, pero con la esencia de las viejas disputas de antaño. Si el menemato hacía caso omiso de los reclamos de los jubilados que conducía Norma Plá, el libertarismo que representa Patricia Bullrich los reprime sistemáticamente de manera semanal. Si los estudiantes noventosos se quejaban del desfinanciamiento de la educación pública (algunos dirigentes estudiantiles de aquel tiempo hoy son gobernantes que miran para el costado), los de estos días toman facultades, hacen asambleas y forman parte de clases públicas, ingeniándoselas para dar una disputa de proporciones pese al eficiente aparato comunicacional libertario.
La calle ha tomado nueva centralidad en la discusión de lo público ya que la potencia del concepto de la educación pública en la Argentina parece permanecer sino inalterable, por lo menos vigente. Y el gobierno, que suele desconocer mucho de ciertas densidades argentas, en el tema anda como el boxeador grogui que tira golpes al aire sin acertar ninguno.
La argumentación de que centenares de miles de estudiantes y docentes se movilizan engañados, siendo funcionales a autoridades universitarias que no quieren ser auditados, no resiste el menor análisis cuando se analizan la pérdida de ingresos de los trabajadores de la educación y el menor presupuesto para el área que se proyecta para 2025. En términos políticos, el oficialismo no tiene una respuesta seria que contenga y limite al conflicto. Por eso la irrupción de sus inexpertos cuadros estudiantiles, nada pueden lograr, salvo la solidaridad ante la estupidez de alguien que no está en sus cabales y que se anima a golpear arteramente.
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En el somero recorrido histórico de líneas más arriba, puede visualizarse que incluso con sus bemoles, la derecha nacida de la mano del PRO, supo interpelar a determinados sectores de la sociedad y conjugarlos en el espacio público.
La novedad del libertarismo es que no tiene calle y pareciera que no quiere tenerla. Nacido de la mano del fenómeno excluyente de las redes, donde cada uno de nosotros corremos el riesgo de construir una realidad que se parece mucho a nuestros prejuicios, supuestas certezas y temores, el flamante espacio se encontró con un triunfo político de proporciones con el antecedente de un líder que no conoce el país, ya que no sólo no hizo campaña en la mayoría de las provincias, sino que es un hombre que no ha recorrido el país en el rol de simple ciudadano.
Formateado desde sets de televisión, de la vieja Twitter y la cercanía de Tik Tok, el mundillo libertario se enamoró de slogans sobre los que no tenía mucha conciencia. Uno de ellos, “Zurdos van a correr”, que tiene la doble falacia de poner en una sola vereda a todos los que no piensan como ellos y a pensar que por ello deben ser violentados, tiene la singularidad de que las corridas, de hacerlas, vaya curiosidades de la vida, se hacen en la calle y para eso hay que estar.
En ese minimalismo comunitario que suponen las redes, se encuentran que en un momento social delicado, con tensiones nuevas y de las otras, los que terminan corriendo son ellos para salir rápidamente eyectados a los medios de comunicación amigos a denunciar el maltrato opositor. En esos avatares resultan protegidos por “servicios” precarizados que actúan disfrazados de repartidores de comida.
La idea de hacer correr a los zurdos supondría la posibilidad de que, si no son los propios libertarios los que lo producen, sean las fuerzas de seguridad conducidas por estos esperpentos quienes resulten de mano útil. En este sentido también aquí hay un problema, porque la potencia del reclamo de los sectores de la educación, sabiamente extendido de manera federal, limita las posibilidades represivas.
Pero hay otro factor por el cual la calle no es libertaria. Participar del espacio público supone tomar conocimiento del otro, del distinto, de aquel que, incluso, puede rebelarse (en una democracia de manera pacífica) contra un orden pre establecido.
La razón de ser del accionar político de los seguidores de El León, su emergencia y su desarrollo parte de un conservadurismo constitutivo que invoca un pasado que ya no existe y una sociedad nacional e internacional forjada por una bipolaridad que ya se estudia como parte de la historia.
Una cosa es saber canalizar un descontento social a partir de la insatisfacción de necesidades materiales por el fracaso de las dos fuerzas políticas que con anterioridad gobernaron el país, jugándola de outsider en una coyuntura dada, y otra muy distinta cumplir con las demandas electorales. Allí radica parte del intríngulis libertario: ha generado un marcado deterioro en la calidad de vida de muchos argentinos que, acostumbrados a cierta dinámica de la protesta, no aceptan mansamente ciertas condiciones.
Pero cuidado. La calle como metodología de acción política tampoco puede ser idealizada. Y ello es así por dos grandes motivos. El primero es aquel que refiere a que la permanencia de un conflicto, la sistematicidad en los métodos y la reiteración de cierta prédica movilizatoria, no garantizan el éxito de las luchas populares per se. Hay una máxima no escrita en los manuales de todo sindicalista que se precie: “más importante que saber entrar a un conflicto, es saber cómo salir”. Teniendo en cuenta que enfrente está el Gobierno, que maneja los resortes del Estado y una aceitada relación con las corporaciones mediáticas y en redes, no debe dejarse de lado ese factor de potencia, ya que el desgaste de ciertas demandas pueden entrar más temprano que tarde en corto circuito con sectores que hoy apoyan decididamente.
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El segundo elemento que no debe soslayarse es el clima de época, ese que ha penetrado en no pocos sectores de la sociedad respecto de aceptar ciertas formas represivas y que lejos está de apaciguarse. Algo de esa anuencia en formato de cheque en blanco deben haber imaginado en los máximos niveles del poder santafesino cuando en la semana que culmina, conocimos que detenían a cinco trabajadores por los incidentes en la legislatura santafesina al momento de la sanción de la reforma jubilatoria.
En un hecho inédito en la gestión de la democracia de los últimos 40 años, asistimos a la vergüenza de fuerzas policiales, con el respaldo político y judicial pertinente, violentando casas para detener a docentes, sin citación judicial previa y con el invalorable aporte de los mass media que transmitían, casi, en vivo y en directo. La movilización posterior pidiendo por la liberación de los detenidos, el operativo cerrojo en la ciudad de Santa Fe al momento de la audiencia imputativa y el silencio del Gobernador dando una respuesta de lo sucedido, hablan por sí solo de la gravedad de los hechos.
La calle no es el mundo ideal ni mucho menos. Lejos de cualquier romantización digamos que el éxito de toda gestión que se precie debe vincularla con el palacio. Tener dirigentes que imaginen que desde el reclamo sólo alcanza para plasmar mejores medidas para la comunidad, resulta tan limitado como suponer que puede gobernarse la cosa pública desde la rosca, el internismo o los grandes grupos de poder sin la más mínima eficiencia en la satisfacción de las necesidades populares. Ni tanto ni tan poco.
(*) Analista político de Fundamentar - @miguelhergomez