Murió Francisco. Y su universalidad resulta tan potente que la sola advocación de su nombre, sin la anticipación de su rol en el mundo, nos permiten comprender y referenciar. Su desaparición deja, más que nunca a partir de los tiempos que corren, una especie de desamparo ya no en los feligreses católicos sino en un sinnúmero de seres humanos con credo y sin él que lo sentían, tal vez, como al más humano de los hombres poderosos.
Si a Juan Pablo II, en su afán por llevar la voz del catolicismo a todos los rincones del mundo, se lo definió como el Papa peregrino, tal vez a Francisco se le deba reconocer un peregrinar mucho más selectivo, más agudo, ese que lo llevaba a zonas de guerra, de exiliados y donde, en definitiva, no pocos podríamos imaginar, en nuestra racionalidad occidental, que resultaban lugares de los que Dios se había olvidado.
Como resulta obvio, para la Argentina su nombramiento no fue indiferente. Ubicado a un lado de la grieta, Jorge Bergoglio se mostraba como un decidido opositor al kirchnerismo a partir de, por ejemplo, la apertura institucional y social que representó la sanción de la Ley de Matrimonio Igualitario. El “habemus Papa” que lo nominó fue celebrado alegremente por opositores que imaginaban a un actor internacional de proporciones jugando de su lado. Por aquel entonces, y para quienes tributamos en las lides de lo nacional y popular, habitaba un dejo de preocupación e incredulidad.
En no pocos aspectos, Francisco no fue Bergoglio. Como todo buen hombre político que se precie, supo comprender su tiempo y la coyuntura que lo potenciaba o lo limitaba, demostrando, por enésima vez, que la política resulta en esencia dinámica y que ciertos límites ideológicos se desdibujan frente a determinadas realidades.
En lo local, supo reconstruir la relación con Cristina Fernández de Kirchner y mantener una distancia políticamente correcta con Mauricio Macri (con quien era evidente que no se sentía cómodo) y con el actual presidente Javier Milei, pese a los insultos libertarios de tiempo atrás. No se involucró directamente en la agenda local, aunque supo tener emisarios que hablaban en su voz.

Tuvo ideas claras y fue consecuente en su ejecución. Pero no tuvo la prédica de un Papa “enemigo”. Tal vez por su origen jesuita, combinado con su trabajo pastoral en una ciudad como Buenos Aires en la que conviven la mayor opulencia y la extrema pobreza, recorriendo barrios donde las urgencias le ganan siempre a lo importante; su papado parece haberse erigido sobre la base de intentar comprender aquello a lo que ciertos sectores de la Iglesia Católica miraban con desdén.
Se preocupó por el fenómeno de las migraciones, por la agenda del medioambiente, por el rol de las mujeres al interior de su Iglesia, se comprometió con los menos favorecidos sean estos pobres, desvalidos, homosexuales, refugiados o migrantes de lugares definitivamente desiguales, injustos, atroces. Para la idiotez de algunos protagonistas de los tiempos que corren, no faltará la acusación de que era un papa “woke”, aunque en realidad, su papado puede entenderse como un intento desesperado por reubicar a la Iglesia Católica, iglesia en el rol de auxilio espiritual, más allá de ciertas propiedades y etiquetas, predicando un humanismo que supo interpelar a todos por igual.
Tuvo un estilo descontracturado y lejano de los protocolos. Se mostraba cercano, empático y amigable, tal vez como nos gusta ser vistos a los argentinos ante el mundo. Pero, a diferencia de lo que ese mundo muchas veces piensa de nosotros, sabía mostrarse humilde y sencillo en sus rutinas. El “recen por mí como yo rezo por ustedes” expresa acabadamente su comprensión del tiempo que habitaba.
Supo interpelar a los jóvenes promoviéndolos a que “hicieran lío” y también supo ganarse de enemigos internos que imaginan y desean otra iglesia, una que admonice desde un pedestal y no una que esté presente de manera incondicional.

Como sucede con ciertos liderazgos, su desaparición nos deja en una sensación de soledad, la cual no queda circunscripta a los fieles católicos, apostólicos y romanos, sino que alcanza a todos sin distingo.
Entre miles de voces públicas, una que muy bien lo definió es la de Lula, el presidente brasileño: “El papa Francisco buscó incansablemente llevar amor donde había odio, unidad donde había discordia. Sus mensajes quedarán grabados en nuestros corazones”. Esa última referencia es lo que también condiciona el futuro. La vara quedó alta y cuesta imaginar un nuevo jefe papal que intente profundizar la oscuridad de estos días, retrotrayendo postulados y valores que Francisco intentó superar.
Si la iglesia de Benedicto XVI trató de ser guía y referencia al que los corderos debían seguir, la de Francisco, con todas sus limitaciones y contradicciones a cuestas, intentó acompañar a la par, tratando de entender y siendo (otra vez el concepto) más humanista. Esa es la piedra en el zapato que deja en cada cardenal que desde el 5 de mayo forme parte de la decisión de elegir a un nuevo papa: un Francisco “repartido en el aire” y reinterpretado por los que vienen atrás sería la mayor y mejor de las novedades de este errático y egoísta siglo XXI que transitamos.
(*) Analista político de Fundamentar - @miguelhergomez