Una de las lecciones que nos dejará la pandemia es que el mundo está cambiando y que lo está haciendo rápidamente. En efecto, nos encaminamos hacia un escenario internacional más complejo e incierto del que vivimos con la hegemonía estadounidense que emergió luego de la caída del Muro de Berlín. Para comenzar, en este nuevo escenario hay dos grandes potencias que compiten por la primacía. Para apoyar esta afirmación, permítanme presentarles algunas cifras. Según el Fondo Monetario Internacional (FMI), en la actualidad, China representa, en términos de paridad de poder adquisitivo, el 26 % de la economía mundial, mientras que Estados Unidos constituye el 22%. Más atrás aparece India, con el 10 %. En términos de poder militar, según el Instituto de Estudios para la Paz de Estocolmo, Estados Unidos destina a su defensa el equivalente al 39 % del gasto militar mundial, China el 13 % y Rusia, India y Gran Bretaña menos del 4 %.
Lo que llama la atención de estos números no es tanto lo cerca o no que se encuentran las dos grandes potencias entre sí, sino la distancia que las separa de las otras naciones. Como muestran estas cifras y el mismo accionar de los Estados, vivimos en un mundo con dos grandes actores (bipolar) y no con muchos (multipolar).
Conforme sucedió en otros períodos de la historia, el ascenso de un nuevo poder genera incertidumbre en el sistema internacional. “¿Cuáles son las verdaderas intenciones de China?”, se preguntan en Washington y en otras capitales. “¿Buscará Estados Unidos detener nuestro crecimiento?”, se cuestionan en Beijing. Ante la duda, incrementan el gasto militar y llevan adelante una política exterior más asertiva, que incluye la formación de alianzas con otras naciones. Esta lógica nos permite entender por qué estos Estados están compitiendo en el plano económico, pero también en el militar, tecnológico y cultural. Este es un escenario que puede perjudicar a los países de peso medio como la Argentina. Si la bipolaridad se consolida, podríamos quedar atrapados entre las dos potencias y tendríamos que resignar grados de autonomía. Es por esto que las clases dirigentes de numerosos países están analizando cómo acomodarse ante la rivalidad estratégica que tiene lugar entre China y Estados Unidos y evitar, por ejemplo, que aumenten las tensiones dentro de las regiones a las que pertenecen. Esto se explica porque, al igual que ocurrió durante la Guerra Fría, es poco probable que las dos grandes potencias se enfrenten militarmente. La existencia de armas nucleares disminuye las posibilidades de que haya lugar un conflicto militar. Como consecuencia, el escenario más probable es que busquen resolver sus disputas en otros ámbitos y que, en el caso en que lo hagan militarmente, sea en regiones distantes a su territorio mediante Estados aliados. O incluso dentro de ciertas naciones, tomando partido por distintas facciones internas.
¿Qué podemos hacer entonces para evitar que esto ocurra? Para comenzar, las naciones de peso medio deberían promover el multilateralismo. Si bien el orden liberal que primó luego de finalizada la Guerra Fría –período durante el cual Washington y sus aliados impulsaron el libre comercio, la democracia liberal y el accionar de las organizaciones internacionales– parece estar llegado a su fin, esto no significa que el mundo no deba estar regido por reglas de juego claras. Este panorama nos lleva, además, a plantear un tema de suma importancia: el rol de las organizaciones internacionales. El resurgimiento del nacionalismo a nivel mundial, encabezado por líderes conservadores populares, ya había comenzado a debilitar estas instituciones. La salida de Gran Bretaña de la Unión Europea y la parálisis que hace años atraviesa la Organización Mundial del Comercio (OMC) son tan sólo dos ejemplos. Muchos Estados ya no están dispuestos a delegarles responsabilidades a instituciones como estas, mientras que los conservadores populares desconfían de sus burocracias. Pero ahora el desafío es aún mayor. La puja entre China y Estados Unidos puede llevar a que los organismos multilaterales se conviertan en meros espacios en donde los grandes poderes busquen resolver sus disputas. La posible salida estadounidense de la Organización Mundial de la Salud (OMS), debido a la influencia que China ejerce sobre este organismo, es un ejemplo de ello. Pero la menor influencia de las instituciones no implica que el multilateralismo tenga que desaparecer. Lo que seguramente emergerá es un multilateralismo más realista y menos liberal, uno en el que foros como el G7 o el G20 ganen protagonismo. A diferencia de lo que ocurre con muchas de las organizaciones creadas luego de la Segunda Guerra Mundial, el G20 no requiere una gran burocracia ni que los Estados le cedan autonomía. Esto lo hace compatible con un mundo comandado, para bien o para mal, por líderes más nacionalistas y realistas de los que tuvimos en los 90s o a principios de siglo XXI. Esto, sin embargo, no significa que la ONU o la OMC, por mencionar dos casos, deban o vayan a desaparecer. Tan solo perderán influencia.
Otro de los objetivos de los países medios debería ser fortalecer las alianzas regionales, ya que estas jugarán un rol fundamental a la hora de evitar el traslado de los conflictos globales a las distintas zonas del planeta. En definitiva, si bien es posible que la nueva bipolaridad ponga un fin al orden liberal, aún podemos vivir en un mundo con reglas de juego claras y estables que les permitan a los países medios y pequeños preservar sus intereses. Una coalición diplomática entre los primeros sería, en este sentido, una iniciativa deseable y necesaria.
Dado el panorama que he descripto al comienzo de este artículo, podemos asumir que en los próximos años la Argentina enfrentará un escenario más incierto. Su margen para cometer errores será menor del que tuvo durante un orden liberal que la encontró alejada de los grandes conflictos internacionales. Y, quizás, el mayor desafío, tanto para la Argentina como para el resto de los Estados sudamericanos, sea evitar que la disputa entre China y los Estados Unidos se traslade, de manera violenta, a nuestra región.
Imaginemos por un momento que Brasil termina alineándose con los Estados Unidos y la Argentina con China (o viceversa). De suceder esto, podríamos transformarnos en uno de los Estados que Beijing y Washington utilizarían para resolver sus disputas a una distancia segura de sus fronteras. Este sería un escenario novedoso para nuestra región, dado que durante la Guerra Fría la presencia soviética en Sudamérica no tuvo gran importancia. Este no es el caso de China, que no solo mantiene una presencia económica considerable en los países del Cono Sur gracias a sus inversiones y compatibilidad económica, sino porque no despierta el mismo tipo de rechazo político e ideológico que generó la Unión Soviética. La subsistencia de instituciones como la Iglesia católica o el mismo sector privado no depende de la presencia de China, como sí ocurrió en el caso de los soviéticos.
¿Cuál debería ser, entonces, la estrategia de un Estado como la Argentina ante este escenario?
En principio, nuestro país debería intentar mantener buenas relaciones con la mayor cantidad de países y, en especial, con las dos grandes potencias. Al fin y al cabo, somos un país en vías de desarrollo que necesita incrementar su comercio y recibir inversiones desde el exterior. Formamos, asimismo, parte del hemisferio occidental, lo cual significa que durante varias décadas estaremos en la zona de influencia de la mayor potencia militar del planeta: Estados Unidos. Existen, por lo tanto, motivos políticos y económicos por los cuales resulta fundamental mantener una buena relación con Washington y Beijing.
Aunque esta estrategia parece clara, su implementación no lo es. Y esto se debe a que mantener un equilibrio entre los Estados Unidos y China dependerá de que sus líderes acepten que la Argentina mantenga lazos cercanos con ambos. Si el nivel de conflictividad entre estos Estados aumenta, llegará el momento en que tomar partido por alguno se volverá inevitable. Si bien enfrentamos altos grados de incertidumbre respecto a la evolución del sistema internacional y nuestro lugar en este, creo que existen al menos tres ideas rectoras que deberíamos seguir.
La primera consiste en formar alianzas con otros países de peso medio para, de esta manera, defender el multilateralismo. Necesitamos un orden internacional basado en reglas de juego claras y estables. El multilateralismo nos permite incidir en la conformación de un orden internacional que, además de proteger nuestros intereses, debe mantener en la agenda global temas fundamentales, entre los que se encuentran la lucha contra el cambio climático, las metas para el desarrollo sostenible impulsadas por la ONU y la coordinación de las políticas económicas para evitar que se produzca una depresión global.
Otra de las ideas rectoras debe ser el fortalecimiento de nuestra alianza estratégica con Brasil. Recordemos que, antes del establecimiento de esta alianza, a fines de los años 70, vivíamos en una hipótesis de conflicto permanente que traía inestabilidad a toda Sudamérica. La alianza entre Buenos Aires y Brasilia ayudó a bajar los niveles de conflictividad y permitió la creación del Mercosur que, dada la posible regionalización del comercio global, debería retomar centralidad en los próximos años. Esta relación estratégica tiene aún más sentido en la actualidad debido al posible traslado del conflicto entre las potencias a nuestra región. Su preservación debe, por lo tanto, ser una política de Estado, más allá de las diferencias ideológicas que puedan existir entre los gobiernos en ambas capitales. ¿Cómo mejorar nuestras relaciones con Brasil? En primer lugar, abandonando una tendencia que viene dándose tanto en Buenos Aires como en el resto de la región: la subordinación de la política exterior a consideraciones partidarias. Esta “ideologización de la política exterior” ha debilitado los consensos internos y creado incertidumbre sobre el accionar de los Estados latinoamericanos.
Finalmente, para que una estrategia tenga éxito, esta debe contar con los instrumentos adecuados para llevarla a la práctica. La Argentina actual enfrenta enormes déficits institucionales, tanto dentro del Estado como en la sociedad civil. Necesitamos, por ejemplo, modernizar nuestras Fuerzas Armadas, darle mayor protagonismo a un cuerpo diplomático que puede brindarle cierta continuidad a nuestra política exterior e invertir más y mejor en la educación pública. Por otra parte, nuestras universidades y usinas de ideas deben convertirse en foros en donde se debata y discuta la estrategia internacional de la Argentina. Pero nada de esto será posible si antes no emerge una clase dirigente capaz de salirse de la coyuntura para pensar y actuar sobre la base de una “cierta idea de la Argentina”.
(*) Francisco de Santibañes es Vicepresidente del Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales (CARI) y profesor en la Maestría en Políticas Públicas de la Universidad Austral. Es autor de los libros La Argentina y el Mundo (Edicon, 2016), La Rebelión de las Naciones (Vértice de Ideas, 2019) y La Argentina después de la Tormenta (Vértice de Ideas, 2021).
FUENTE: AbroHilo
RELEVAMIENTO Y EDICIÓN: Camila Elizabeth Hernández