Es importante hacer un recorrido por todos los pasos que han llevado al estado de cosas actual, donde las Fuerzas Armadas y la Policía están en las calles sosteniendo el golpe y la autoproclamación de Áñez mediante la represión, mientras las organizaciones indígenas, campesinas y de trabajadores se encuentran en estado de movilización permanente.
Pero también es crucial comprender que el golpe de Estado en Bolivia implica reflexionar y tomar nota sobre dos cuestiones que, a priori, parecían pertenecientes a tiempos pasados. La primera es la centralidad, el protagonismo y la capacidad de arbitraje que tienen las Fuerzas Armadas en la política latinoamericana. La segunda es sobre el discurso de fundamentalismo religioso que tienen las principales figuras del movimiento golpista.
Tanto la cuestión militar como la supuesta contradicción religiosa que subyace en la lucha por el poder político representan ejes que no estamos acostumbrados a ponderar en los análisis de las tensiones políticas.
A pesar de que América Latina tiene una larga y triste historia de golpes de Estado, es necesario tener en cuenta que las Fuerzas Armadas tienen, en la mayoría de los países de nuestro continente, un prestigio y una cuota de poder que no tienen aquí en la Argentina, debido a la brutalidad de la última dictadura y los procesos posteriores de Memoria, Verdad y Justicia en el período democrático.
A partir de este diagnóstico, uno podía suponer que las gravísimas interrupciones al orden constitucional en este Siglo XXI estarían más ligadas a golpes “blandos” o “parlamentarios”, como los que sufrieron Fernando Lugo en 2012 en Paraguay o Dilma Rousseff en 2016 en Brasil.
Pero en las últimas semanas, las FF.AA. han recobrado un preocupante protagonismo en la política de nuestros países: en Perú, el presidente Martín Vizcarra pudo mantenerse en cargo gracias al apoyo de las FF.AA.; en Chile, el gobierno de Sebastián Piñera no dudó en sacar al Ejército a la calle y otorgarle la tarea de reprimir las masivas manifestaciones que se suceden en contra del modelo económico chileno; en Ecuador, también fueron parte de la represión de las manifestaciones contra el gobierno de Lenín Moreno, que se pudo mantener en el cargo gracias al apoyo castrense. Además, en Venezuela y en Brasil las FF.AA. son parte integrante de los respectivos gabinetes de Nicolás Maduro y de Jair Bolsonaro, aunque con sus diferencias ideológicas, claro está.
El golpe en Bolivia adquirió una naturaleza distinta a las últimas interrupciones del orden democrático. El presidente Evo Morales denunció un golpe cívico – político – policial debido a que la oposición política en ese país desconoció los resultados de las elecciones y luego se negó a entablar un diálogo con el gobierno. Además, grupos paramilitares perseguían a funcionarios, militantes y familiares de personas ligadas al oficialismo, al tiempo que la policía se amotinaba en varias de las ciudades más importantes de Bolivia.
El golpe de gracia al gobierno de Evo lo dieron las Fuerzas Armadas, cuando mediante una declaración de su Comandante en Jefe, “sugirieron” la renuncia del presidente para “pacificar el país”. Claro está que cuando la Policía no responde al gobierno y las FF.AA. recomiendan que el Jefe de Estado renuncie, ya no hay nadie que garantice ni el cumplimiento de las directivas del Ejecutivo ni la seguridad del binomio presidencial, como finalmente ocurrió.
Quizás podría haber sido diferente la historia si las Fuerzas Armadas de Bolivia respetaban la Constitución del Estado Plurinacional y abogaban por mantener la institucionalidad política y el resguardo de la integridad física del presidente y sus colaboradores más cercanos.
Por otro lado –y esto es aún más difícil de comprender- está el renovado discurso del fundamentalismo religioso que vociferan los golpistas. Hay muchos ejemplos de esto. El dirigente cívico de Potosí, Marco Pumari, dijo que “Camacho le hizo leer la Biblia a los herejes”; el propio Camacho aseguró haber llevado a Dios a la Casa de Gobierno, al tiempo que irrumpió en el Palacio Quemado con la Biblia en la mano y, poniéndola sobre la bandera boliviana, se puso a rezar luego de la renuncia forzada de Evo; se vieron imágenes de banderas wiphala quemadas, en un claro gesto de agresividad contra los pueblos indígenas de Bolivia. Incluso la presidenta autoproclamada blandió la Biblia asegurando que Cristo volvió al Palacio de Gobierno. La misma persona había acusado a los indígenas de ser satánicos, en numerosas oportunidades.
¿Qué significa toda esta parafernalia religiosa? A nuestro entender, no es un discurso que busque la construcción de una base moral para imprimirle a ciertos proyectos políticos un carácter mesiánico, como lo hizo el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, cuyo lema preferido es “Brasil por encima de todo, Dios por encima de todos”.
En Bolivia, uno supone que es parte de una estrategia de cohesión cultural del bloque anti Evo, siendo el presidente derrocado un fiel representante de la mayoría indígena del país, históricamente subalterna. La disputa en términos religiosos es un pretexto para darle una legitimidad moral y un sentido de misión al movimiento golpista, cuando en realidad lo que está verdaderamente en juego es el futuro de Bolivia en términos económicos y geopolíticos.
El conflicto cristiano – indígena, que data de hace más de 500 años, es parte de la batalla cultural que dio Evo Morales en sus 13 años de gobierno como forma de empoderar a la gran mayoría indígena que vive en Bolivia. También es una trinchera de la derecha y los poderes concentrados, fundamentalmente porque la batalla cultural es la que debe ganarse previamente para inclinar la cancha en la disputa fundamental, que es la económica y la geopolítica.
No obstante, no hay que confundir una trinchera de la batalla cultural con la verdadera contradicción que subyace entre los golpistas y el proyecto político encabezado por Evo Morales. La principal contradicción radica en que el gobierno de Evo llevó a cabo una verdadera refundación del Estado boliviano, empoderando a la mayoría indígena y poniendo a Bolivia en un umbral de dignidad impensado hace 20 años. La enorme reducción de la pobreza extrema, la amplitud de derechos adquiridos, y la búsqueda de igualdad y justicia social al interior del país es lo que envalentona a la derecha desde hace 13 años para correr a Evo de la presidencia.
El pecado de Evo no es atentar contra la moral cristiana, o ser un hereje, como plantean los delirantes que asaltaron el Estado boliviano. El pecado de Evo es haber llevado a cabo un proceso revolucionario y democrático de redistribución de la riqueza a favor de las grandes mayorías, históricamente vulneradas y pisoteadas por los sectores de la burguesía nacional, fieles representantes de las corporaciones y los intereses foráneos. Porque no hay que olvidar, que Luis Fernando Camacho, además de ser fanático de Cristo y perteneciente a la logia cruceña Caballeros del Oriente, es fanático del billete verde con la cara de Benjamin Franklin. Camacho es empresario del sector de los hidrocarburos, aquel que fue nacionalizado por Evo Morales para emprender el proceso de desarrollo encabezado por el Estado, y que cuadruplicó la economía boliviana en 13 años, bajó el desempleo, la pobreza extrema, y posibilitó que Bolivia crezca en medio de una coyuntura recesiva que azota a la mayoría de los países sudamericanos. Y todo eso, acompañado por un proceso de recomposición salarial que implicó que el salario promedio de Bolivia supere los de la mayoría de nuestros países, incluida la Argentina de Macri.
Habrá que tomar nota del componente religioso, que creíamos anacrónico en la lucha por el poder político. De ninguna manera esto busca ser un análisis anti clerical, o que insinúe la necesidad de erradicar a la religión de las sociedades latinoamericanas. Sino que hay que pensar por qué el fundamentalismo cristiano, ya sea que se presente en su faceta evangélica o en su faceta católica, les sirve como aglutinador moral a los representantes de los poderes concentrados, a los que atentan contra los derechos de las mayorías y a los enemigos de los pueblos de América.
Y habrá que plantear cómo lograr que la moral religiosa y los proyectos populares puedan ser amalgamados para que el pueblo no sea víctima del engaño brutal al que está siendo sometido por una elite que se presenta como emisaria del poder divino en la tierra pero que en la realidad son misioneros de los sectores de poder financieros y económicos que buscan lo que han buscado a lo largo de la historia: el sometimiento de los pueblos para el reaseguro de sus privilegios.
(*) Investigador del Centro de Estudios Políticos e Internacionales (CEPI)