La exageración llegó para quedarse como recurso político. En propios y extraños. Tal vez sea hora de prestarle más atención de lo que se ha hecho hasta ahora y entender que en esta Argentina 2020, tiene más peso del que tal vez nos gustaría. Desde que supimos que el Coronavirus nos enfrentaba a un tiempo excepcional, quedó claro que la pandemia sacaría lo mejor y lo peor de cada uno de nosotros.
Las tapas de diarios coincidentes y el buen clima social vivido en las primeras semanas de las restricciones impuestas por el gobierno federal fueron sólo un espejismo en este recorrido vital que ya lleva casi siete meses. Debe decirse que las quejas por las medidas gubernamentales impuestas a partir de la pandemia, no son exclusivamente argentinas. También el mundo desarrollado ha sabido de movilizaciones en contra de la utilización de barbijos, del Nuevo Orden Mundial y de visiones conspirativas que otorgaban explicaciones causales que, si no fuera por los miles de muertes producidas a lo largo y ancho del mundo, podrían resultarnos dignas de una comedia italiana.
Pero en la última semana asistimos a una vuelta de tuerca en este decálogo de exageraciones argentas. En opositores y, cómo no, también en oficialistas. Pueden resumirse en tres.
200 días de encierro. El principal argumento opositor (Juntos por el Cambio y medios corporativos) en contra de las restricciones sociales que impone la pandemia, desde siempre ha residido en que afectaba la libertad de las personas y el trabajo de miles de compatriotas. De hecho, ha insistido con el concepto de “cuarentena” como forma de deslegitimar las decisiones gubernamentales. Por necesidad de sobrevida política, evitando discutir el desastre económico y social producido por la gestión que encabezó Mauricio Macri, se ha hablado (y se habla) de “encierro” como recurso que refiere a este tiempo tan particular.
Ese concepto debe ser desestimado. De raíz. Partiendo del hecho de que la zona metropolitana de Buenos Aires no resume a la Argentina, el movimiento que se ve en las calles del país, poco y nada tienen que ver con un encierro. Por lo tanto, esa suma que se proyecta desde el 20 de marzo es falsa de falsedad absoluta.
Esa misma necesidad política llevó a Juntos por el Cambio a promover movilizaciones políticas que ponían (y ponen) en riesgo la realidad sanitaria. Primero fueron voces aisladas alentadas por los grandes medios y luego fueron las propias autoridades de esa fuerza a nivel nacional las que alentaron la queja. El éxito que dicen haber tenido, unos pocos miles de autos movilizados sobre las grandes avenidas de las ciudades más importantes y su repetición en el tiempo, les hizo afirmar que le habían “arrebatado” la calle al peronismo.
Reivindicando aquello que dicen detestar (un psicólogo a la derecha, por favor) desean mostrar un éxito donde no lo hay precisamente, y tratan (con la ayuda inestimable de la corporación mediática) de imponer condiciones a un gobierno que, supuestamente, estaría debilitado por la movilización “popular” que se realiza en autos de lujo y camionetas 4x4. Exageración uno.
Política exterior macrista. En la semana que acaba de terminar, el tablero político oficialista se vio sacudido por el voto argentino ante el Consejo de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas, condenando la violación de los derechos humanos en Venezuela, como así también el bloqueo perverso que se cierne sobre el país hermano. Pero más que el voto en sí, lo que más ruido generó fue la renuncia de Alicia Castro a la embajada argentina en Rusia. Si bien no había ejercido plenamente el cargo, ya contaba con el plácet ruso y faltaba el acuerdo de parte del Senado Nacional. En su carta de renuncia dirigida al presidente Alberto Fernández, la ex diplomática afirmaba que ese voto ante el organismo internacional se condecía más con la política exterior macrista, antes que con una que referenciara en la Patria Grande. Exageración dos.
Existen demasiados elementos para poner bajo discusión a partir de esa afirmación, quedando expuestos en un análisis de política internacional que excede a este artículo, pero digamos que algunas cosas no son tan lineales como el tiempo a veces parecería hacernos olvidar.
En ese mismo texto, que muchos partidarios del oficialismo reivindicaban como parte de un enojo legítimo hacia los Fernández boys, se recordaba cierto comportamiento político que derivó en la muerte del Alca en Mar del Plata, allá por finales de 2005, y en presencia del mismísimo George W. Bush, con la unidad del tándem Kirchner – Lula – Chávez. En tu propia cara, gringo.
Pero hay que decirlo, aunque duela, que el kirchnerismo como fuerza política gubernamental, no nació en ese escenario épico, sino un 25 de mayo de 2003. Treinta meses antes. En el medio existió todo un proceso político que se referenció en una relación de respeto entre el santacruceño y el texano que no se basaba en el cariño, sino en necesidades políticas mutuas. No debería olvidarse la debilidad extrema que enfrentaba Argentina en el contexto internacional a partir del default del que quería salir el entonces presidente y que el silencio estadounidense era un elemento básico en las durísimas negociaciones con el Fondo Monetario Internacional.
https://twitter.com/AliciaCastroAR/status/1313529792457846786
Si se quiere referenciar la caída del Alca como política de Estado, tal vez debamos preguntarnos con quién debería tener esa construcción política conjunta el gobierno argentino. Jeanine Áñez no es Evo Morales y Jair Bolsonaro no es Lula Da Silva.
Todo esto no significa que, en tanto ciudadanos, debamos coincidir militarmente con ese voto en la ONU. Es el mismo gobierno que le dio asilo a Evo Morales, que ha desairado a la presidenta de facto de Bolivia, que ha marcado sus diferencias con el propio Bolsonaro pero sin enojarse con el pueblo brasileño, que ha intentado (hasta donde pudo) no avalar la designación del estadounidense Mauricio Claver Carone al frente del BID y que intenta consolidar el Grupo de Puebla como contraposición del Grupo de Lima. Tal vez, los que estamos de este lado, nos hubiéramos sentido más cómodos con otro tipo de decisión, pero también es bueno recordar que los procesos históricos que se referencian, no son de una monocromía excluyente. De grises está plagado el camino al reino del celeste cielo.
Cambios en el gobierno. Otras voces cercanas al oficialismo y que se escucharon en los últimos días, refieren a la necesidad concreta de “airear” al gobierno generando un cambio en distintas figuras ministeriales. Algo así como que hay que pasar de pantalla porque, por ejemplo, el fin de la guerra con los medios que había sentenciado el propio Alberto Fernández, en nada se ha cumplido. Y si bien esto es efectivamente cierto, habría que ver hasta dónde tiene soga el oficialismo, en un contexto tan particular para enfrentar ciertas peleas. En el medio de las tensiones devaluatorias, no parece una medida muy inteligente promover ciertos cambios. Exageración tres.
Muchos se tientan, otra vez, con la gran pelea por el sentido con la corporación mediática. Referencian la Ley de Medios y sucedáneos, romantizando un pasado que no fue precisamente todo lo armónico que a veces leemos o escuchamos. Otra vez el concepto. El kirchnerismo no nació cuando propuso ese ejemplo de normativa anti monopolio, allá por 2009. Nació el 25 de mayo de 2003 y en el medio avaló la fusión de Cablevisión con Multicanal.
¿Es esto un intento justificador de la moderación paralizante? No, ni mucho menos. Pero sí es el recordatorio, una vez más, de que la política no se construye con meros posibilismos. Si existió una Ley de Medios, fue porque antes pudimos conocer los límites de ciertas formas de comunicación a través del conflicto con las patronales del campo. Si la vida de las AFJP tuvo una fecha de vencimiento fue porque, además de la convicción política de Amado Boudou, Néstor Kirchner y Cristina Fernández, existió un consenso social que le dio sentido a la reforma a partir de la estafa a la que habíamos sido sometidos millones de argentinos.
En estos días de 2020 la pregunta es hasta donde nos hacemos cargo de la idea de “unidad en la diversidad”. Hacia finales de 2018 o comienzos de 2019 Sergio Massa y Daniel Arroyo integraban el Frente Renovador. Felipe Solá, habiendo sido ministro de Carlos Menem, gobernador de la provincia de Buenos Aires y crítico de la acción política oficialista en los días de marzo de 2008, se acercaba al Justicialismo. Y en las elecciones de 2017 Alberto Fernández había sido el jefe de campaña de Florencio Randazzo. Podríamos seguir durante un buen rato el cúmulo de dirigentes que confluyeron en el Frente de Todos y que se habían alejado del kirchnerismo. Pero que estas muestras sirvan de botones.
Hacia mayo de 2019 la hora exigía una buena dosis de amplitud. Así pareció comprenderlo la figura política argentina más importante de lo que va del siglo. Si se entendió que con Cristina no alcanzaba pero que sin ella no se podía, ¿no sería hora de imitar esa misma templanza aceptando las diferencias entre referentes de la coalición? No se juega un destino definitivo de Latinoamérica en la última votación del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, como así tampoco (en el corto plazo) la debilidad del grupo comunicacional dominante en la Argentina. Pero sí se juega el riesgo de una mega devaluación, en un contexto de cansancio social producto de la pandemia, que, como siempre, perjudicaría a la mayoría del pueblo argentino.
Varios de los problemas que podemos analizar por estas horas, refieren a los límites de gobernar con una coalición, donde no siempre hay consenso comunitario y sobre la cual no existen demasiadas referencias históricas en el país. Si bien es cierto que al peronismo siempre lo caracterizó la formación de frentes electorales, también lo es, que junto con el éxito electoral venía acompañado un liderazgo claro que ordenaba el resto del esquema partidario de poder. Hoy, ese modelo (que se podría decir histórico), no existe.
Es un tiempo difícil. Tal vez sea hora de volver a ser generosos, dejar (por un ratito) de pensar que nuestra verdad relativa es inmodificable. La hora lo exige. Por un rato, de este lado, dejemos la exageración que supone la argentinidad al palo a un costado.
(*) Analista internacional de Fundamentar